Con trescientos dólares en el bolsillo, algo de ropa, una mochila y un par de zapatos, los presos políticos nicaragüenses excarcelados y expulsados de su país por Daniel Ortega se enfrentan al abismo de empezar de cero, cargando traumas, miedos y una historia que, esperan, tenga sentido algún día.
El hotel de las afueras de Washington que les ha dado cobijo los primeros días en Estados Unidos se ha convertido esta semana en centro de operaciones para coordinar sus vidas de ahora en adelante. Mañana lo abandonan con dos objetivos: recuperarse y empezar de nuevo.
El alojamiento está a pocos minutos del aeropuerto internacional de Dulles, en el que aterrizaron el jueves los 222 en un vuelo procedente de Managua y fletado por Estados Unidos, después de que el presidente Ortega decidiera liberarlos, expulsarlos del país y quitarles la nacionalidad.
Por el bullicioso vestíbulo transitan estos días algunos de los presos políticos más mediáticos, entre ellos la legendaria guerrillera sandinista Dora María Téllez, y también los menos conocidos, que intentan encontrar pistas, con la ayuda de ONGs o compatriotas solidarios, sobre cuál será su camino a partir de ahora.
Llegaron a Estados Unidos como apátridas, con un permiso especial humanitario de dos años y una mezcla de alegría, por haber salido del infierno; tristeza, por haber sido expulsados de su tierra; y mucho desconcierto y miedo, por lo que vendrá.
Así lo cuenta a EFE Osmar Vindell, ingeniero agrónomo de 38 años, que estuvo encarcelado en la prisión de Chinandega (oeste de Nicaragua) durante 23 meses y 5 días por haber participado en las protestas antigubernamentales de 2018: “Todos llegamos con mucho temor”, explica.
